*Por Carlos Hugo Sabadini
Antonio, no
me gusta hablar de él como “el indio Antonio”: ¿por qué la
palabra indio antecediendo su nombre?
¿Ya se discriminaba a las personas en los años 60 y más adelante? me pregunto…
Escribo esta
vivencia en primera persona, pues hoy, a
mi edad su figura perdura intacta en mis retinas.
Los antiguos
pobladores de Colonia Elisa no supieron brindarme datos exactos de su llegada a
nuestra localidad: estiman que podría haber venido de Lapachito. Otros creen
posible que haya sido proveniente de Quitilipi o Machagai; pero no existe un
derrotero exacto de nuestro amigo.
SU
VIDA EN COLONIA ELISA
Vivía, si se
puede decir vivir, debajo de un gran paraíso existente en el domicilio del
señor Miguel Tayara (para para referencia: entre el actual domicilio del Señor
Tufí Tayara y el local comercial del señor Martín Rey).
Este paraíso,
enclavado sobre un declive del terreno, daba a la calle. Así que Antonio utilizaba el desnivel del
terreno para apoyar su cabeza en las horas de sueño. Se cubría con bolsas de
arpillera, que al levantarse, las arrollaba y dejaba al pie del árbol.
Tenía un
pequeño fogón en el cual calentaba, o más bien, entibiaba el agua para su mate,
en un tarro de dulce de duraznos. Una latita de salsa de tomates oficiaba de mate
propiamente dicho.
En tiempos de
lluvia se refugiaba en la barraca del señor Forlín (don Chino).
Antonio
diariamente contaba con una ración de comida que le proporcionaba doña Chichi Tayara,
doña Olga de Tayara o la señora de Forlín.
Él solo se
hacía ver en alguna de las casas. No golpeaba las manos, no pedía, sólo se hacía
a ver y ya tenía su plato de comida.
En las
heladas noches de invierno, buscaba refugio en la cuadra de la panadería de Don
Mussimesi. Siempre colaboraba con estas personas: barría el patio de la casa,
en la panadería acercaba los troncos de leña para el horno y recibía su mate
cocido con galletas recién horneadas.
Antonio
conocía la gente de su pequeño entorno, me refiero a los muchachos de la
panadería; sin embargo no los llamaba por el nombre. Se les acercaba y les
decía: “papi” entonces pedía aquello que
necesitaba; A las señoras les decía “mami”.
Frecuentaba
preferentemente, y casi todos los días el negocio de “Voloj Hermanos”: Samuel
y Tito, que funcionaba en la esquina de Sargento Cabral y Justo Nuevo: en este
local quemó su vida, casi… casi… era el único esclavo del mismo cuando había
que descargar un equipo (camión y acoplado) de vino marca Globo que era el más elegido
en ese momento. Antonio lo hacía sólo: quinientos a setecientos cajones de esqueletos de hierro. Descargaba la
misma cantidad de cerveza en cajones de madera, trescientas bolsas de harina al
hombro, bolsas de sal gruesa de 30 kilos… ¡había que hombrear! Todo el trabajo
pesado era para él, remunerado con un trozo de mortadela, tal vez el mal estado
y dos botellas de vino picados.
En épocas de
algodón lo paseaban de campo en campo: cargando y descargando bolsas… siempre
con la misma paga.
Yo lo conocí personalmente. Gracias a eso
puedo reflejar su vida.
Varias noches
de bohemia me sentaba a hablar con él en alguna mesa del Club Unión. Compartíamos
un sándwich y un vino. Él me conocía. Acudía a mí por cigarrillos; sin embargo
cuando le preguntaba por su pasado: le hablaba de su madre o de dónde provenía,
se ponía a llorar. ¡Pero lloraba en serio! Me decía: -“Papi, Papi, no”.
A pesar de su
mala alimentación, no frecuentaba el hospital. ¿Vacunas? ¡Ni pensarlo! Conservaba
su dentadura intacta y muy blanca.
No puedo
recordar en qué año murió. Sí sé que desde la Municipalidad, tampoco recuerdo
el funcionario a cargo, lo pusieron en un cajón de timbó y lo sepultaron en la
parte baja del cementerio, sólo, en una fosa, allá… lo taparon con la misma
tierra. Me pregunto si el Gobierno Municipal, a través de sus funcionarios, no
se dio cuenta (¿o tal vez no quisieron?) construirle un panteón a uno de los personajes de nuestro
pueblo.
Diciembre 2017